Como aquella vieja foto...
La foto en blanco y negro no era buena. Se la veía algo rayada y estaba opacándose por el paso del tiempo. Desde niño contemplé esa foto con curiosidad en la pared de la cocina y mi madre a cada una de mis preguntas respondía con nostalgia, pues era el lugar donde había nacido, allá por 1919. Una casa de piedra, con tejas y ventanales en lo alto, rodeada de parras, flores y un aljibe. Cuando mi madre llegó a Buenos Aires de la mano de mis abuelos, en 1925, dejando atrás las penurias económicas de la crisis europea, desembarcó del vapor Andes con apenas seis años. Seis años, que vivió con una intensidad tan grande, que imborrables recuerdos de su niñez quedaron marcados a fuego en su memoria.
Durante muchos años, los recuerdos de la aldea eran parte de las conversaciones diarias. La memoria de mi madre era asombrosa y yo no lograba comprender las razones por las que hablaba tan apasionadamente de su “terruño”, a pesar de los ingentes esfuerzos que hacía por imaginarme la aldea, los campos que la rodeaban y hasta los juegos infantiles que alegraban su niñez. Eran noches en que aquellos relatos insinuaban una pasión por recordar algo más, exprimiendo la memoria por si algún dato hubiera quedado en el camino. De esa forma, nombres como Cuntis, Portela o Laureiro d’ Abaixo, se transformaban en lugares comunes. Muchas veces la abuela y también el abuelo, que provenía de una aldea vecina y había tenido oportunidad de vivir algunos años más en esa comarca, agregaban a los relatos algún dato esclarecedor.
Pasó mucho tiempo. Mis abuelos ya no están y mi madre, con sus 89 años a cuestas y su lucidez habitual, continua reviviendo todavía esas imágenes.
Hoy, después de tantos años, tengo que reconocer lo escéptico que fui con esos relatos, que casi terminaron convirtiéndose en una utópica leyenda.
Cuando tuve la oportunidad de viajar y recorrer el mundo, los relatos de mi madre fueron perdiendo consistencia. Frente a las catedrales más famosas o los monumentos históricos y la multiplicidad de los paisajes que desfilaron frente a mis ojos, la pequeña aldea de mi madre, en tierra gallega, se iba empequeñeciendo y perdiendo importancia.
¿Cuánto más bella podría ser que una pequeña ciudad austríaca a orillas de Danubio o acaso, cuanto menos pintoresca que un pueblito perdido en las montañas de los Alpes Suizos?.
Hace unos años decidí quitarme las dudas y viajé a España. Recuerdo que en una oportunidad anterior, desde Oporto, en Portugal, casi lo había logrado, pero una intempestiva huelga de trenes hizo fracasar mi plan de acercarme a tierras gallegas.
Esta vez, acompañado por mi esposa y mi hija, abordamos en la estación de Atocha en Madrid, el Talgo nocturno hacia Pontevedra. Una vez allí instalados en el Parador de la ciudad, alquilamos un vehículo y sin perder un minuto más, enfilamos el camino hacia la aldea de mi madre.
Sólo disponíamos de un plano hecho por ella. Nos había indicado la carretera que debíamos tomar, las bifurcaciones y, finalmente, los nombres de las localidades que tendríamos que atravesar hasta llegar al lugar. Algo inseguro, porque pensaba que después de casi 80 años, muchísimas cosas no íbamos a encontrar y, posiblemente otras no estarían registradas en el improvisado mapa, tomamos la carretera observando el colorido paisaje que desfilaba ante nuestros ojos.
Cuando apareció el cartel que indicaba Portela, mi corazón pegó un brinco y observé el mapita con mayor atención. Sabía que estábamos cerca...
Portela es una pequeña aldea situada a 22 km. de Santiago de Compostela y a 6 km. de la Estrada, casi sobre la carretera 640, que une la ciudad costera de Villagarcía de Arosa con Lugo.
Nos detuvimos a verificar las instrucciones del plano y reiniciamos la marcha lentamente. Atravesamos un campo sin casas a la vista. Más adelante, un hórreo que estaba al costado del camino, ocultaba un cruce de carreteras. La casa de la esquina, pintada de ocre y naranja, parecía ser la indicada en el mapa. Giramos por la 640 a la derecha y allí estaba el camino a la aldea.
Detuvimos la marcha y bajamos. Me quedé observando con curiosidad la casa de piedra que se erigía junto a la carretera. Mi madre no le había errado...
A partir de ahí los acontecimientos se precipitaron. Un vecino se acercó a nosotros, intercambiamos saludos, y al darnos a conocer, en poco menos de una hora, toda la aldea había sido alertada de nuestra presencia. Una comitiva se organizó inmediatamente, casa por casa , algunos vecinos y hasta amigas de mi madre que todavía estaban con vida y que la recordaban como si nunca se hubiera ido, nos abrazaban con lágrimas en los ojos. ¿Patético, nostálgico…?. Quizás... Pero cuánta emoción nos embargaba.
Los hermosos paisajes que circundan la aldea, los agasajos, las visitas y el cariño que nos demostraron los habitantes de aquel pequeño poblado fue la mejor recompensa que uno pudo llevarse de esas hermosas tierras.
Lo increíble resultó que la casa de mi madre, continuaba de pie, indemne al transcurso de los años, de las inclemencias del tiempo y del abandono.
Igual, que en aquella vieja foto.
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